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Los cereales (de Ceres, el nombre en latín de la diosa de la agricultura) son plantas de la familia de las poáceas cultivadas por su grano (fruto de pared delgada adherida a la semilla, característico de la familia). Incluyen cereales mayores como el trigo, el arroz, el maíz, la cebada, la avena y el centeno, y cereales menores como el sorgo, el mijo, el teff, el triticale, el alpiste o la lágrima de Job.[1] El tamaño del grano de algunos cereales, más grande que el de los demás pastos, fue producto de la domesticación a lo largo de miles de años. Muchos cereales en los inicios de su domesticación fomentaron la aparición de civilizaciones que se asociaron a ellos.
Los cereales contienen almidón. El germen de la semilla contiene lípidos en proporción variable que permite la extracción de aceite vegetal de ciertos cereales. La semilla está envuelta por una cáscara formada sobre todo por la celulosa, componente fundamental de la fibra dietética. Se emplean en la alimentación humana (especialmente el trigo, el arroz y el maíz) y del ganado, así como en la fabricación industrial de diversos productos.
Los cereales modernos, principalmente el trigo y el maíz, son el resultado de la selección efectuada durante la denominada revolución verde (segunda mitad del siglo XX), con el objetivo de conseguir variedades de alto rendimiento. Los procedimientos desarrollados obtuvieron un gran éxito en el aumento de la producción, pero no se dio suficiente relevancia a la calidad nutricional, resultando en cereales con proteínas de baja calidad y alto contenido en hidratos de carbono.[2] Su consumo excesivo puede provocar el desarrollo de un gran número de enfermedades crónicas, incluyendo la diabetes tipo 2, la presión arterial alta, enfermedades del corazón, sobrepeso y obesidad.[2] Algunas evidencias indican que consumidos sin refinar (cereales integrales) pueden ser beneficiosos en la prevención de la diabetes tipo 2, enfermedades cardiovasculares y el cáncer colorrectal.[3][4]
Ciertos cereales contienen un conjunto de proteínas, el gluten, que ayuda a proporcionar elasticidad a las masas empleadas para la elaboración del pan y otros productos de repostería.[5] Estos incluyen el trigo, la avena, la cebada y el centeno (T.A.C.C.) y cualquiera de sus variedades e híbridos tales como la espelta, la escanda, el kamut y el triticale.[6][7] El consumo de estos cereales puede provocar el desarrollo de los denominados trastornos relacionados con el gluten, que incluyen la enfermedad celíaca, la sensibilidad al gluten no celíaca, la alergia al trigo, la dermatitis herpetiforme, la ataxia por gluten,[8][9] y diversos trastornos neurológicos que pueden desarrollarse aunque no haya ningún tipo de daño o inflamación en el intestino, es decir, tanto en celíacos como en no celíacos.[10][11] Prácticamente la totalidad de los casos reales continúa sin reconocer, sin diagnosticar y sin tratar.[12] Asimismo, el gluten es uno de los factores más potentes que provocan un aumento de la permeabilidad intestinal, que está implicada en el desarrollo de enfermedades autoinmunes, cánceres, enfermedades del sistema nervioso, enfermedades inflamatorias, infecciones, alergias y asma.[13]
Las evidencias históricas y arqueológicas muestran que previamente a la revolución agrícola del Neolítico (VIII milenio a. C.), los seres humanos en general no mostraban signos ni síntomas de enfermedades crónicas y que, en relación con la inclusión de los cereales en la dieta, se produjo una serie de consecuencias negativas sobre la salud, muchas de las cuales continúan presentes en la actualidad.[2][14] Entre ellas cabe destacar múltiples deficiencias nutricionales, tales como la anemia ferropénica, trastornos minerales que afectan tanto a los huesos (osteopenia, osteoporosis, raquitismo) como a los dientes (hipoplasias del esmalte dental, caries dentales), y una alta incidencia de trastornos neurológicos, enfermedades psiquiátricas, la obesidad, la diabetes tipo 2, la ateroesclerosis y otras enfermedades crónicas o degenerativas.[2][14][15]